Ese símbolo que damos a llamar México, se encuentra en una nueva etapa de la profunda crisis que le ha agobiado desde la reorganización institucional de las primeras décadas del siglo XX, y tiene que ver con su obsesión, como eterna colonia, de una identidad como Estado – nación.
Aunque sobran los ejemplos de lucha interna por rellenar esa carencia: desde los esfuerzos de intelectuales y las instituciones por generar un híbrido de dos culturas –labor eugenésica que sugiere una mitad española y otra indígena perfectamente diferenciable-, forjando una cultura sólida caracterizada por la fuerza, la fe hacia la democracia, el bronce, la obediencia y amor hacia las instituciones estatales, etc.; cada relevo sexenal capitula una novel dimensión.
El tema de esta jornada electoral en México, ronda en una comedia negra culminada como fuenteovejuna mesoamericana: “¿Quién votó por el dictador?” La respuesta se deduce del paralelismo. Y así digamos, como ejemplo, que la responsabilidad no fuese de los abstencionistas, tampoco de los fraudes de casilla; digamos que la responsabilidad cayera en el votante, el demócrata neoliberal, el votante que, ejemplo claro de la hemiplejía moral orteguiana, votó por quien consideró conveniente pese a su condición de izquierda.
El voto como una ilusión de participación es criticado por quienes le denunciamos entre las técnicas ejercidas por la autoridad para provocar una sensación de conforte y que en sus objetivos está el mantener delegada la vida ante la máxima de vivir bajo el arbitrio de la mayoría y no ser rechazado; por eso es que el asunto principal para el presente discurso es criticar a la mayoría -los sistémicos, reformistas, la masa-, pero de una forma muy particular, como elemento indispensable de la edificación del Estado.
El Estado -siendo una construcción simbólica, con sus instituciones y figuras jurídicas- reside en el inconsciente cultural de la colectividad y no será abolido con la destrucción de las fronteras, ni mancillando las banderas; esto es más un efecto natural de la disolución de la coacción y de la inmersión consciente y voluntaria de las necesidades individuales en las colectivas.
Me refiero a la remodelación cotidiana de someterse a la opinión pública y al arbitrio establecido, donde la presión es ejercida ya no únicamente a través de los aparatos ideológicos de manera formal como desde cada individuo: ¿dónde encaja la democracia y revolución en ese sistema de votaciones? Éstas garantizaban a los críticos del abstencionismo metodológico en el siglo XIX la anhelada supremacía sobre los “antisistema”, al poder restregarles el emplear las herramientas del capitalismo contra él mismo.
Es más que obvio que los supuestos clásicos de la lucha de clases están padeciendo de su propia revolución, emparentada con la condición suicida del régimen patriarcal. Menos que nunca jugar con sus reglas es opción.